11 de noviembre de 2015

El consumismo desenfrenado

Una vieja frase afirma “ten cuidado con lo que deseas porque se puede cumplir”. Vivimos en una sociedad de consumo, en la que los ciudadanos suspiramos por la compra de bienes no esenciales, lo que nos proporciona una satisfacción…. momentánea.

Esta economía de consumo se basa en el marketing y en la publicidad de productos y servicios que supuestamente proporcionan la felicidad. Esta compra excesiva de artículos para un uso no excesivo supone un uso excesivo de recursos básicos y una generación excesiva de residuos.

Hace no mucho tiempo, hasta hace un par de generaciones, la sencillez y frugalidad se consideraban virtudes. Sin embargo en la actualidad la mayor parte de nuestra economía se basa en el consumo.

En la segunda mitad del siglo XX, los EEUU, como líderes de la economía capitalista mundial, se vieron obligados a transformar su potente sistema productivo desarrollado durante la segunda guerra mundial a un escenario de paz (a pesar de la guerra fría). Y la decisión de la administración Eisenhower de los años 50 fue orientar la economía estadounidense no hacia reducir la pobreza y el hambre, ni a mejorar la vivienda, la educación, la atención sanitaria o el transporte, sino hacia la producción de bienes de consumo, con el desarrollo de técnicas de marketing, publicidad y ventas (con Edward Bernays, el guru de la propaganda, al frente) para suscitar la demanda y para dirigir y controlar el consumo. 

Debido a la influencia internacional de los EEUU, en todas las sociedades industriales avanzadas una buena parte de la población es capaz de satisfacer sus necesidades básicas, existiendo una potente publicidad que les incita al consumo de bienes no básicos. El consumo es la etapa final del proceso económico productivo.

Vivimos en una sociedad en la que el consumo es un hecho estructural, que llega a todas partes del planeta, aunque de forma muy desigual. Y en todo el planeta los consumidores tenemos el mismo comportamiento. Según un informe del Woldwatch Institute en el mundo somos menos de un 30% los consumidores, que vivimos bien a costa de más de un 70% que vive mal. El despilfarro de unos pocos se impone a los derechos (como consumidores) de todos.

Según cifras de la organización WRAP, los consumidores británicos conservan en sus hogares 1.700 millones de artículos sin usar (el 30% de la ropa, lo que supone una media de 25 artículos por persona), que al comprarlos nuevos costaron 40.000 M€, pero en 2013 estos mismos consumidores se gastaron 56.000 M€ en ropa nueva (una media de 900 € por persona), una cifra equivalente a 2.200 € por hogar y que supone el 5 % de las compras en tiendas.

Esto es solo un ejemplo que cuantifica nuestras adquisiciones absurdas, pero en nuestra sociedad consumista que prioriza lo material hay muchas cosas más importantes que las personas: el dinero, la moda, los objetos de lujo, la satisfacción de los impulsos, etc.

El perfil típico del consumidor excesivo, que las técnicas de marketng y publicidad se encargan de multiplicar mediante campañas de manipulación psicológica, corresponde a una persona compulsiva en el trabajo pero insatisfecha en su trabajo, no muy reflexiva, que pasa horas cada día frente a la TV, que lleva una vida sedentaria, aburrida, insatisfecha y ansiosa por consumir, que da mucha importancia a las apariencias, a quien gusta poseer muchas cosas y a quien atraen las novedades y los chismorreos, y que -evidentemente- cree que los residuos son algo normal y no le preocupa qué sucede cuando se recoge su cubo de la basura.


Y estos millones de ciudadanos adictos a la compra compulsiva viven absorbidos en la cultura global del consumo, con sus ofertas, sus promociones (2 x 1, cuando en realidad no necesitamos ni siquiera uno) y sus nuevos incentivos (black Friday…), viviendo la religión del consumismo absurdo e impulsivo, con sus ídolos materialistas (las celebrities que aparecen en los anuncios de TV), sus herramientas de consumo (las tarjetas de crédito), sus festividades (las rebajas) y sus catedrales (los centros comerciales).

Esta inducción al consumo excesivo ha hecho que para comprar pasemos del comercio de barrio -para satisfacer nuestras necesidades básicas a la vez que se conservan las relaciones sociales- a los grandes centros comerciales impersonales, situados en las afueras de las ciudades y que implican el desplazamiento de miles de coches.

Es bien sabido que la generalización del consumo excesivo amenaza seriamente a los recursos naturales y al equilibrio ambiental huella ambiental. Muchos productos van acompañados de muchos envases y envoltorios para hacerlos más atractivos. Y los papeles de envoltorios contienen materiales compuestos que impiden su recuperación en las plantas de reciclaje. Alejarnos de este disparate de despilfarro y regresar al equilibrio y al sentido común sí que es un tema de conciencia ciudadana.

Una frase atribuida a Séneca nos sugiere "comprar solamente lo necesario, no lo conveniente; lo innecesario, aunque cueste un solo céntimo, resulta caro".

El científico canadiense de origen japonés David Suzuki, gran difusor de las ciencias naturales, afirma que cuando el consumo se convierte en la razón misma de la existencia de las economías occidentales las cuestiones que nos debiéramos plantear son: ¿para qué necesitamos todas estas cosas? ¿somos más felices por el hecho de poseerlas? ¿cuánto es suficiente? ¿nos proporciona nuestro elevado nivel de consumo una elevada calidad de vida?

La prioridad debe ser satisfacer las necesidades de toda la población del planeta. Por suerte cada vez somos más los consumidores adultos que aún vamos contra corriente, pero que hemos elegido un camino más sensato y solidario. Y es muy importante que nuestros hijos nos acompañen en este viaje.

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