2 de enero de 2015

Tendencias en economía (III): el consumo colaborativo

Cuando dentro de unos años alguien haga un análisis sosegado de la sociedad del siglo XX posiblemente se preguntará por qué los ciudadanos del primer mundo teníamos entonces tantas cosas en propiedad. Tras miles de años en los que el ser humano había vivido con lo puesto, en el último tercio del siglo XX a los ciudadanos de las economías occidentales les dio por acaparar todo tipo de bienes de consumo: coches, frigoríficos, televisiones, teléfonos, ordenadores, electrodomésticos, ropa, complementos...

En España la denominada sociedad de consumo surgió hace unos 40 años, siendo el reflejo de tantos “éxitos sociales" (poseer un nuevo coche, una nueva vivienda) y el causante de tantos desaguisados financieros (las compras a plazos, las tarjetas de crédito, las hipotecas). Una vez satisfechas nuestras necesidades básicas los ciudadanos, bombardeados por la publicidad, hemos sucumbido ante las necesidades “prescindibles”. ¿Quién no tiene en su casa unos cuantos pequeños electrodomésticos que no usa (una licuadora, una yogurtera, un taladro eléctrico), montones de ropa o varios pares de zapatos prácticamente sin estrenar?

El finlandés Petri Lukkainen ha producido en 2013 el documental My stuff (lo imprescindible para vivir), donde refleja el sinsentido del hiperconsumismo salvaje que vivimos y la libertad de quien no posee nada. Sumido en una crisis existencial a los 26 años, tras fracasar en el intento de aliviar sus tristezas mediante la tarjeta de crédito, Lukkainen se deshizo de todas sus pertenencias para comenzar una nueva existencia de 365 días, período en el que pudo apreciar el verdadero valor de las cosas.

El final de la sociedad consumista basada en la propiedad de todas las cosas empezó hacia 1990 con la irrupción de la música digital (el formato mp3) y la posibilidad de compartir música en Internet mediante programas como Napster, lo que provocó que los CD (almacenados por docenas en cada hogar) pasasen a ser algo superfluo. El fenómeno de la música compartida en Internet pronto de extendió a otros medios de comunicación (prensa escrita, libros, cine). En poco tiempo los conceptos de vendedores, intermediarios y compradores desaparecieron y fueron sustituidos por los de proveedores y usuarios.

Además el colapso del sistema financiero de 2008 nos hizo ver -entre otras muchas cosas- que el ansia de poseer cosas inútiles nos había llevado a todos a la ruina. De pronto caímos en la cuenta de todas las cosas que teníamos sin pagar y que además no necesitábamos. Es de suponer que en general habremos aprendido la lección y habremos frenado nuestras ansias consumistas.

Esto es especialmente cierto entre la juventud, que es quien se ha llevado la peor parte de la crisis económica, con una tasa de desempleo de más del 40% en España. Y es la juventud, precisamente el sector de la sociedad más familiarizado con el concepto de Internet y sus libres intercambios de información y contenidos, quien nos está marcando el camino hacia una nueva forma de consumo, el consumo colaborativo, basado en el préstamo, el alquiler o el uso compartido de bienes de consumo, en vez de en su compra. Los tres tipos de reacciones autosuficientes y colaborativas que están surgiendo en los últimos años son:
  • Cambiar la cultura de poseer por la de usar (alquilar/compartir productos)
  • Redistribuir productos que ya no se usan (intercambiar productos)
  • Modos de vida colaborativos (compartir/intercambiar servicios)
En los EEUU es notorio el éxito de negocios surgidos al amparo de Internet para adaptar viejos negocios de alquiler de videos o de coches. Sin embargo, el auténtico espíritu colaborativo se aprecia en iniciativas innovadoras que permiten el uso compartido de viviendas o de herramientas de bricolaje. Alquilar un taladro eléctrico para usarlo un solo día resulta mucho más barato y sensato que comprarlo. Lo que se necesita es tener un agujero hecho en la pared, y no tener un taladro. Y además alquilar y compartir bienes (electrodomésticos, juguetes, ropa y complementos y muchas cosas más) supone un uso más eficiente de los recursos, producir menos y generar menos residuos RAEE, ayudando a la idea de la economía circular, en la que se pretende que todo se reutilice y nada se envíe al vertedero antes de tiempo.

Pero además de sus ventajas económicas y ambientales, el beneficio real del consumo colaborativo, del comercio entre particulares gracias a Internet, está en la esfera social. En general hemos sido educados para “no hablar con desconocidos” y para no relacionarnos más que con “lo formal” (el banco, la cafetería…). Esto también está cambiando con la generación del milenio, que tiene unos padres menos cerrados que los de generaciones anteriores. En una época en la que las familias viven dispersas y aisladas y donde no conocemos a la gente con quienes nos cruzamos en la calle, el compartir cosas de particular a particular, incluso con extraños a quienes acabamos de conocer on line, nos puede ayudar a conocer a nuevas personas y a establecer relaciones enriquecedoras.



El deseo de obtener algo de personas con cara y ojos en vez de consumir productos transportados desde lejos también se está aplicando a productos básicos de la cesta de la compra. En muchas ciudades se están creando nuevas relaciones entre agricultores y consumidores urbanos que les anticipan una cantidad de dinero antes de la cosecha a cambio de una entrega semanal de frutas y hortalizas. Esta práctica de comercio de proximidad elimina el transporte a grandes distancias y los envases de plástico.

Según la gurú de la economía colaborativa Rachel Botsman, compartir bienes y servicios entre iguales supone un relanzamiento de la vida en comunidad, y esto funciona porque la gente se fía de los demás. La moneda de la nueva economía colaborativa es la confianza y los seres humanos estamos deseosos de confiar en los demás y que los demás confíen en nosotros.

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